¡Por favor!
¿Quién puede decir que la felicidad no existe?
Nosotros no, nunca al estar juntos, al escribirnos, al llamarnos, al vernos aunque fuera un instante, porque sería mentirnos a sabiendas que lo éramos e intensamente con un dolor placentero que tanto ansiábamos, buscábamos y teníamos.
Un respiro, un instante, una delación: ¡cuánto me duele hablar en pasado!
Mis ojos vendados reconocían cada rincón de tu cuerpo, tus pechos turgentes, grandes, de pezones pronunciados, erguidos, sonrosados, que satisfacían mi sed, que yo creía insaciable, hasta que los probé, bebiendo de ellos a veces dulcemente y otras cual oasis en el desierto, hundiendo mi cabeza, mi lengua, todo yo, lamiendo, mordiendo, cerrando los ojos para sentirlos aún más intensamente y entreabriéndolos para ver el rictus de placer en tu cara que pedía más y más y que yo urgentemente cubría con determinante dulzura o agresividad inusitada mientras mi mente planeaba la siguiente maldad placentera para ambos, porque yo era feliz sintiéndote, pero aún lo era más viéndote plena, radiante, cubierta...
(Continuará...)